viernes, 20 de agosto de 2010

Día 11: Las Vegas

Tocó diana bien pronto, a las 5 de la madrugada, aún no había amanecido cuando nos tocó vestirnos y bajar a la puerta norte del hotel para acudir a nuestra cita con el Gran Cañón del Colorado.

Contratamos desde España los servicios de la empresa “Papillon”, que hacen visitas tanto por tierra como aéreas al Gran Cañón. Nosotros contratamos un helicóptero para sobrevolar una de las maravillas naturales del planeta.

Nos recogió un minibús que fue pasando por los diferentes hoteles para llevarnos a todos a parar a un aeródromo a unas 15 millas de Las Vegas; allí mostramos nuestros pasaportes, nos pesaron y esperamos nuestro turno bostezando mientras amanecía.
Nos avisan de que nuestro piloto se había quedado dormido y llegaría en 15 minutos, el resto de grupos ya habían salido.

Por fin nos toca, yo como siempre antes de un vuelo estoy bastante nervioso. El piloto nos pide disculpas amablemente alegando que al ser él mismo el jefe no pasa nada.



Antes de subirnos al aparato ya teníamos decidas las posiciones en las que nos sentaríamos, pero todo se va al traste cuando nos explican que por seguridad ellos deciden dónde se coloca cada uno en función del peso, esto me da acceso a ventanilla trasera.



Nos abrochamos los cinturones, nos ponemos los cascos y nos ajustamos los micrófonos; el piloto hace las comprobaciones rutinarias antes de despegar y suavemente tomamos altura y rumbo al este.

Las vistas son impresionantes, nos van explicando lo que vemos: El lago Mead, la presa Hoover, el río Colorado, el pueblo de Temple Bar… el gran cañon!
El tamaño y caudal del lago Mead hacen que pudieran sepultar el estado entero de Nueva York, de hecho el pueblo original de Temple Bar está hundido bajo el lago.



Nos indican que a la izquierda podemos ver la famosa presa Hoover, una obra de ingeniería que incluso se ha llevado al cine, por ejemplo, en la película de Superman.



Poco después vemos el río colorado, del que desconozco el origen de su nombre, pero puedo afirmar que si Arizona fue territorio español algún día puede tener relación con el color de sus aguas en algunos tramos.



Como si de una película se tratase, el piloto nos da la bienvenida a nuestro destino con un “Welcome to the Grand Canyon”. A partir de aquí todos nos quedamos boquiabiertos con la majestuosidad de esta obre de arte de la naturaleza.

Los puntos más altos del Cañón se encuentran a 1,5 millas del suelo, lo que supone que el río colorado moldea sus formas desde abajo con un horizonte de piedra de unos 3 kilómetros de altura.



Vimos desde la distancia el famoso “Skywalk”, la plataforma transparente que hace las veces de mirador y que sirve para poder experimentar verdaderamente la altura y belleza del Gran Cañón desde más cerca.



Nos despedimos del Gran Cañón aún con cara de asombro y pensando que ha merecido la pena con música del oeste de fondo, muy divertido.



Aterrizamos y haciendo balance de la experiencia vivida tengo claro que me gusta mucho más el vuelo de un helicóptero que el de un avión, aunque entiendo que no es comparable, por la altura a la que vuelan y la velocidad a la que lo hacen.



Regresamos a Las Vegas con la idea de descansar un rato en la habitación, por aquello del madrugón y probar por la tarde la piscina, que nos la teníamos merecida después de los kilómetros que llevamos a cuestas, pero el cansancio nos ganó la partida y la siesta se alargó hasta las 8, cuando aquí anochece.

Salimos por la noche para visitar la calle “Freemont”, que está en el “Downtown” de la ciudad. Ya que en los años 50 y 60 lo que es hoy el “Strip”, la calle que concentra todos los casinos y entretenimientos, era entonces esta calle, la cual han restaurado y han instalado la pantalla más grande del mundo, al más puro estilo Las Vegas, todo exagerado.
Antes de coger el autobús a Freemont presenciamos el espectáculo del “Treasure Island”, que está bastante bien, pero como siempre la tele lo magnifica todo y no es para tanto, en mi opinión.



Se trata de una lucha entre un barco de sirenas y otro de piratas, que resulta entretenido por los efectos de luces, fuego y acrobacias.



Ya en la calle Freemont buscamos un sitio para cenar y encontramos un restaurante dentro de un casino bastante barato y con raciones tamaño americano, es decir, imposible acabarse los platos.

Dimos una vuelta e hicimos algunas fotos, pero el ambiente estaba bastante apagado, pues era martes.







De vuelta al Strip decidimos entrar al famoso casino “The Venetian”, que trata de imitar los principales monumentos de Venecia, tal es así que podemos encontrar: El palacio Ducal, el Campanario, la torre del reloj, el puente de Rialto, el puente de los suspiros e incluso el gran canal… con gondoleros incluidos.



Por supuesto se nota artificial y le falta el encanto que atesora la ciudad de los canales.
Nos jugamos un dólar del fondo común que tenemos para pagar hoteles, comidas, etc, en la ruleta y… ganamos 15!

En el fondo lo que queríamos era cambiar dinero por fichas de los casinos, para coleccionar o simplemente para regalar como souvenir.

También jugamos a las máquinas tragaperras, como no, y he de reconocer que engancha, o al
menos atonta, tanta lucecita, música, te da dinero, luego te lo quita…



Comprobamos que era cierto aquello de que dentro de un casino no sabes si es de día o de noche, está ambientado de tal forma que te hace perder la noción del tiempo, de hecho, no encontrarás ni un solo reloj en las salas de juego.

Acabamos bastante tarde el día, pero mereció la pena, nos lo pasamos bien a última hora como podréis ver en las fotos…







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